Me preguntaba si yo algún día
llegaría a ser así.
Andar de un lado para otro con él
era todo un suplicio, pero lo toleraba porque sentía que el tipo se sentía
solo. Demasiado solo, tal vez.
“Mirá que el futbol de aquí es una
basura, mirá que la música que se hace ahora aquí es puro ruido, mirá que en
esos sindicatos solo viejos vagabundos, mirá que en el gobierno solo hay
ladrones, mirá que la educación del país ha alcanzado puntos de mediocridad inimaginables,
mirá que todo está muy caro, mirá que los maestros ahora son una cochinada,
mirá que los carros de ahora no duran nada, mirá que ahora hay demasiado
homosexual, mirá que ahora nadie respeta a la iglesia, mirá que ahora todo el
mundo compra en los centros comerciales, mirá que en la ciudad ya no hay
parques donde poder sentarse a descansar…”
Mirá, mirá, mirá, mirá esto, mirá
aquello. ¡Cuántas quejas! Siempre se quejaba por todo, él siempre con la mirada
atrás, añorando un pasado extraño el cual aparecía siempre como un tiempo
perfecto mancillado por el malévolo e inminente futuro.
Se quejaba tanto, siempre me
pregunté si sería capaz de plantear alguna solución, porque yo nunca le oí
alguna. A él no le interesaba oír mi opinión, yo sabía que pensaba que era
estúpida, solo quería tener alguien que oyera atentamente su interminable lista
de quejas. Insisto, era un suplicio andar con él, pero sabía que el tipo se
sentía solo, olvidado, marginado y por eso le acompañaba de cuando en cuando.
Estaba viejo, amargado, apático.
Me preguntaba si yo algún día
llegaría a ser así.
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