Aquel día andábamos por el Bulevar
Chino, rara vez vamos por ahí; no es un lugar que nos queda cómodo visitar o que
nos interesé, pero aquella tarde a ella se le había metido que quería ir a ver
no se que en la tiendas de los chinos… no me acuerdo bien.
Salimos de una de las tiendas (a mi
todas me parecían tan iguales) y nos sentamos en una de esas banquillas chinas.
Está bien, no me acuerdo cómo se llaman. Sí, nos sentamos en una de esos
asientillos que parecen chinos y me recuerdo que vi algo que me llamo la
atención; dentro de tanto edificio y tiendas había una pequeña propiedad, que
no podía medir más de 10 metros de frente, increíblemente descuidada, atrapada
(parecía metida a la fuerza) y que tenía una puerta negra a la cual le habían
pintando “No Se Vende”.
Ella no la había notado, hasta que
yo le dije; empezamos a preguntarnos que podría haber ahí y elaboramos en cuestión
de segundos mil teorías conspiratorias de lo que había allí, además de crear
varias especulaciones de por qué el dueño había dejado claro que ese pedacito
no se vendía a nadie.
La razón de por qué sigue esa
propiedad hasta el día de hoy ahí en ese bulevar, no la sabemos; pero ahí está,
desentonando el paisaje; sintiéndose orgullosa de ser la pieza que no calzó en
un plan que creían que era perfecto. Ahí está, estorbando con alegría, como una
basura en el ojo que se niega a salir, solo para recordar que molesto puede ser
el azar.
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